martes, 5 de mayo de 2020

Arzeno- 1era 7ma- LENG Y LIT.- modelo de carpeta al 5/5


Portada:



CENS 451- LENGUA Y LITERATURA 1ero 7ma- CICLO LECTIVO 2020-

































Presentación
La enseñanza de la lengua nos compromete a una doble toma de conciencia:
• la comprensión del valor del área como objeto, es decir, su valor en sí misma;
• su función instrumental que posibilita comprender, expresar y analizar otros conocimientos, que requieren de otras competencias (además de las lingüísticas)
por parte de los alumnos.
Enseñar la lengua no es un problema sólo del área de Lengua, si se tiene en cuenta la amplia gama de textos con los que los sujetos se enfrentan en la vida social, se podrá observar que la mayoría de ellos comprometen “saberes” de otras disciplinas (investigaciones históricas, leyes, decretos, textos de divulgación científica, problemas matemáticos, etc). Pero, a su vez, esos textos tienen sus propias leyes, que se construyen a lo largo del tiempo con el uso. El uso cristaliza las formas de comunicación, y las vuelve genéricas. Esto hace que sea necesario conocer las características específicas de esas formas para cada ámbito de comunicación, más las leyes generales que dominan el funcionamiento lingüístico. Es decir: para comunicar “saberes”, la lengua debe volverse objeto (tanto en la producción como en la recepción). Cuando la reflexión se centra en los contenidos, la lengua permite adquirir nuevos conocimientos. Cuando se hace sobre las formas retóricas bajo las que se organiza, la lengua es un saber en sí mismo. Sólo a los fines del análisis y la exposición pueden separarse estos aspectos, pero no pueden dejar de verse de manera articulada.

FUENTE: “DIRECCIÓN DE ADULTOS Y FORMACIÓN PROFESIONAL. ORIENTACIONES METODOLÓGICAS PARA LA PROGRAMACIÓN Y LA ENSEÑANZA ÁMBITO DE FORMACIÓN GENERAL DE LA EDUCACIÓN GENERAL BÁSICA PARA ADULTOS” (Noviembre 2003)


EN LO RELATIVO A LA MATERIA:
Hola a todos y todas. Mi nombre es Francisco López y voy a ser el profesor de Lengua y Literatura en este año atípico.
Hay que dejarle en claro al resto de la sociedad que, por más que no asistamos a la escuela, las clases continúan.  No hay necesidad de perder el receso de invierno, ni estirar las clases en diciembre. Y este ciclo lectivo no se va a perder, este año de estudios va a contar. Pero para eso hay que trabajar, al menos durante este cuatrimestre, en la modalidad online. Para ese fin habilitamos un grupo de whatapps para estar conectados.
Yo voy a estar en este chat en nuestro horario (Lun 20 a 20:30. Mar 20:30 a 22:00) pero no molestan sus preguntas en cualquier momento. Tal vez tarde en contestar, lo único.

CARPETA Y TRABAJOS PRÁCTICOS
Este archivo será su carpeta. En él se encontrarán todos los trabajos prácticos. Este mismo archivo se presentará a la hora de aprobar el cuatrimestre.
Les deseo mucha suerte, y en lo que necesiten, cuenten conmigo.








































VARIEDADES DIALECTALES



1. Estandar- formal
Una lengua estándar, estándar lingüístico o variedad estándar (concepto que no debe ser confundido con los de norma lingüística, lengua escrita o lengua literaria1) es una variedad ampliamente difundida, y en general entendida por todos los hablantes de la lengua, frecuentemente es la forma usada en la educación formal y la más usada ampliamente por los medios de comunicación.
(…)
Algunas características no excluyentes que suelen identificar a una variedad estándar son:
Un sistema de escritura que fije las convenciones ortográficas que se usarán para escribir la lengua y fijar formas comunes y estables.
Un diccionario o grupo de diccionarios estándar, que corporizan un vocabulario y usará la ortografía estandarizada definida previamente.
Una gramática prescriptiva reconocida que registra las formas, reglas y estructuras del lenguaje y que recomienda ciertas formas y castiga otras.
Un sistema de pronunciación estándar, que es considerado como «educado» o «adecuado» por los hablantes y que se considera libre de marcadores regionales.
Una institución o personas que promueven el uso de la lengua y que poseen cierta autoridad, formal o informal, en la definición de sus normas de uso, como, en el caso de la lengua española, la Real Academia Española.
Un estatuto o constitución que le da un estado oficial en el sistema legal de un país.
El uso de la lengua en la vida pública, por ejemplo en el poder judicial y el poder legislativo.
Un canon literario.
La traducción a la lengua de textos sagrados, como la Biblia.
La enseñanza escolar de la ortografía y gramática estandarizadas.
La preferencia de esta variedad particular, por encima de otras variedades mutuamente comprensibles con la anterior, para el aprendizaje del idioma como una segunda lengua.
FUENTE Wikipedia. Lengua estándar

Actividades:
1)      ¿De qué trata el texto?
2)      Si tenemos dificultad para conocer el significado de las palabras no hay mejor estrategia que consultar a un diccionario. Puede ser online (https://www.rae.es/)


































1era ACTIVIDAD:
TEXTO NARRATIVO: EL CUENTO

Lee el siguiente cuento y contesta las preguntas que figuran debajo.

EL ENCUENTRO

Ch'ienniang era la hija del señor Chang Yi, funcionario de Hunan. Tenía un primo llamado Wang Chu, que era un joven inteligente y bien parecido. Se habían criado juntos, y como el señor Chang Yi quería mucho al joven, dijo que lo aceptaría como yerno. Ambos oyeron la promesa y como ella era hija única y siempre estaban juntos, el amor creció día a día. Ya no eran niños y llegaron a tener relaciones íntimas. Desgraciadamente, el padre era el único en no advertirlo. Un día un joven funcionario le pidió la mano de su hija. El padre, descuidando u olvidando su antigua promesa, consintió. Ch'ienniang, desgarrada por el amor y por la piedad filial, estuvo a punto de morir de pena, y el joven estaba tan despechado que resolvió irse del país para no ver a su novia casada con otro. Inventó un pretexto y comunicó a su tío que tenía que irse a la capital. Como el tío no logró disuadirlo, le dio dinero y regalos y le ofreció una fiesta de despedida.
Wang Chu, desesperado, no cesó de cavilar durante la fiesta y se dijo que era mejor partir y no perseverar en un amor sin ninguna esperanza. Wang Chu se embarcó una tarde y había navegado unas pocas millas cuando cayó la noche. Le dijo al marinero que amarrara la embarcación y que descansaran. No pudo conciliar el sueño y hacia la media noehe oyó pasos que se acercaban. Se incorporó y preguntó: "¿Quién anda a estas horas de la noche?" "Soy yo, soy Ch'ienniang", fue la respuesta. Sorprendido y feliz, la hizo entrar en la embarcación. Ella le dijo que había esperado ser su mujer, que su padre había sido injusto con él y que no podía resignarse a la separación. También había temido que Wang Chu, solitario y en tierras desconocidas, se viera arrastrado al suicidio. Por eso había desafiado la reprobación de la gente y la cólera de los padres y había venido para seguirlo adonde fuera. Ambos, muy dichosos, prosiguieron el viaje a Szechuen.
Pasaron cinco años de felicidad y ella le dio dos hijos. Pero no llegaron noticias de la familia y Ch'ienniang pensaba diariamente en su padre. Esta era la única nube en su felicidad. Ignoraba si sus padres vivían o no y una noche le confesó a Wang Chu su congoja; como era hija única se sentía culpable de una grave impiedad filial. -Tienes un buen corazón de hija y yo estoy contigo -respondió él-. Cinco años han pasado y ya no estarán enojados con nosotros. Volvamos a casa-. Ch'ienniang se regocijó y se aprestaron para regresar con los niños.
Cuando la embarcación llegó a la ciudad natal, Wang Chu le dijo a Ch'ienniang: -No sé en qué estado de ánimo encontraremos a tus padres. Déjame ir solo a averiguarlo-. Al avistar la casa, sintió que el corazón le latía. Wang Chu vio a su suegro, se arrodilló, hizo una reverencia y pidió perdón. Chang Yi lo miró asombrado y le dijo: -¿De qué hablas? Hace cinco años que Ch'ienniang está en cama y sin conciencia. No se ha levantado una sola vez.
-No estoy mintiendo -dijo Wang Chu-. Está bien y nos espera a bordo.
Chang Yi no sabía qué pensar y mandó dos doncellas a ver a Ch'ienniang. A bordo la encontraron sentada, bien ataviada y contenta; hasta les mandó cariños a sus padres. Maravilladas, las doncellas volvieron y aumentó la perplejidad de Chang Yi.
Entre tanto, la enferma había oído las noticias y parecía ya libre de su mal y había luz en sus ojos. Se levantó de la cama y se vistió ante el espejo. Sonriendo y sin decir una palabra, se dirigió a la embarcación. La que estaba a bordo iba hacia la casa y se encontraron en la orilla. Se abrazaron y los dos cuerpos se confundieron y sólo quedó una Ch'ienniang, joven y bella como siempre. Sus padres se regocijaron, pero ordenaron a los sirvientes que guardaran silencio, para evitar comentarios.
Por más de cuarenta años, Wang Chu y Ch'ienniang vivieron juntos y felices.
(Cuento de la dinastía Tang, 618-906 a.C.)

1)      ¿De qué trata el cuento?
En esta respuesta cuando contaste qué hechos suceden en la historia, has resumido el argumento.
2)      ¿Quiénes y cómo son sus personajes?
En la número 2, es necesario que utilices adjetivos, que son las palabras que nombran a las características o cualidades (alto, bajo, lindo, etc.) de las personas, cosas u objetos, que se nombran con los sustantivos.
3)      ¿Qué tipo de narrador presenta?
Para poder contestar, hay que saber qué es un narrador. El narrador es un personaje creado por el autor que tiene la misión de contar la historia.
Hay diferentes tipos de narrador según la información de que dispone para contar la historia del punto de vista que adopta. Suelen definirse a partir de la persona gramatical que se utiliza (1era persona: “yo”/ 2da persona: “tú”, en el español hispanoamericano; “vos”, en el dialecto rioplatense/ 3era persona: él/ella)
Tipos de narrador:
DE 3ª PERSONA
NARRADOR OMNISCIENTE (que todo lo sabe). El narrador omnisciente es aquel cuyo conocimiento de los hechos es total y absoluto. Sabe lo que piensan y sienten los personajes: sus sentimientos, sensaciones, intenciones, planes…
NARRADOR TESTIGO. Sólo cuenta lo que puede observar. El narrador muestra lo que ve, de modo parecido a como lo hace una cámara de cine.

DE 1 ª PERSONA
NARRADOR PROTAGONISTA. El narrador es también el protagonista de la historia (en una autobiografía real o ficticia).
NARRADOR PERSONAJE SECUNDARIO. El narrador es un testigo que ha asistido al desarrollo de los hechos.

DE 2 ª PERSONA
El narrador HABLA EN 2ª PERSONA. Crea el efecto de estar contándose la historia a sí mismo o a un yo desdoblado.

4)      Escribe un nuevo final para el cuento.
5)      Escribe la misma historia (con otras palabras, por supuesto), pero con el narrador en primera persona, desde el punto de vista del Chang Yi, el padre de Ch'ienniang.





2da ACTIVIDAD:

NARRACIÓN PERSONAL

ESCRITURA EN PROCESO: Sigue estos pasos para escribir un cuento de tema libre, elegido por vos.

1)      ¡Lee! Nada puede ayudarte más a escribir un buen cuento que leer buenos cuentos. Presta atención al estilo y a cómo el autor saca provecho de la brevedad del texto.
2)      Juntá ideas para tu cuento. La inspiración puede aparecer en cualquier momento. Si querés, podés escribir una historia de tu propia biografía, que te haya sucedido a vos o a un conocido; o el cuento puede tener un tema imaginado.
La mayoría del tiempo solamente pensarás en pequeños fragmentos (un evento o hecho alrededor del cual puedes construir un argumento, la apariencia de un personaje, etc.), pero a veces tendrás suerte y una historia completa se te presentará en unos pocos minutos. Sólo es cuestión de insistir y tener paciencia.
3)      Comenzá con las características del cuento. Una vez que hayas elegido una idea, necesitás saber los rasgos básicos del cuento antes de escribir. Los pasos hacia un buen cuento son:
-Introducción: presenta a los personajes, el lugar donde transcurre la historia, el momento en el tiempo, el clima, etc.
-Acción inicial: el punto de la historia donde comienza la acción creciente.
-Acción creciente: narración de los eventos que conducen al clímax.
-Clímax: el punto más intenso o el punto de giro de la historia.
-Acción decreciente: tu historia comienza su desenlace.
-Resolución o desenlace: un final satisfactorio en el cual el conflicto central se resuelve o no. No es obligatorio escribir el cuento en orden. Si tienes una idea para escribir una buena conclusión, dale para adelante. A partir de esa idea podés preguntarte "¿qué pasa a continuación?" o "¿qué pasó antes que esto?".
4)      Encontrá inspiración en personas reales. Si tenés problemas en entender o encontrar cualidades para tus personajes, mirá hacia tu vida. Podés tomar atributos de gente que conoces o de desconocidos que cruzas en la calle. Si hay algo en tu cabeza, ya sea sobre tu casa o sobre tu perro, escríbelo y expándelo. Esto funciona casi siempre.
5)      Limitá la amplitud de tu historia. Una novela puede transcurrir a lo largo de millones de años e incluir múltiples tramas secundarias, varios escenarios y muchos más personajes. El evento principal de un cuento debe suceder en relativamente poco tiempo (días u horas) y no será posible desarrollar con efectividad más que una trama, dos o tres personajes y un escenario. Si tu historia se extiende por sobre esto estarás más cerca de una novela que de un cuento. Las historias tienen por lo menos dos líneas de tiempo. Por un lado, el orden en el que sucedieron las cosas y por otro, el orden en que se lo revelas a tus lectores. Esas líneas de tiempo no necesitan ser iguales.
6)      Decidí quién contará la historia. Recordá que hay distintos tipos de narradores para contar una historia.
7)      Comienza a escribir. Dependiendo de cuánto hayas esbozado la trama y tus personajes, la escritura real puede consistir simplemente en elegir las palabras adecuadas. Generalmente, escribir es un trabajo arduo. Aunque siempre hay tiempo para un segundo borrador.
8)      Sigue escribiendo. Antes de terminar tu historia, casi con seguridad tendrás algunos imprevistos. Debés atravesarlos para tener éxito. Dedicá un tiempo para escribir todos los días y ponete como meta escribir al menos una párrafo por día. Incluso si desechas lo que has escrito en esa jornada, has estado escribiendo y pensando en la historia, y eso te beneficiará a largo plazo. ¡No te olvides de ponerle un título!
9)      Revisá y editá. Cuando hayas terminado de escribir, ve hasta el principio y corrigí los errores mecánicos, lógicos o semánticos. En general, asegúrate de que la historia fluya y que los personajes y sus problemas sean presentados y resueltos apropiadamente.
10)  Buscá opiniones. Siempre es bueno conocer distintas opiniones o sugerencias.
11)  No te rindas. Puede ser frustrante tener problemas para escribir, pero con la práctica siempre se mejora.




LECTURA PLACENTERA: "Intemec" , de Selva Almada

INTEMEC
1
Esta tarde murió un hombre al caer de un poste. Su padre lo cuenta durante la cena y su madre suelta los cubiertos, que golpean contra el plato como si estuviese enojada y quisiera ponerle fin a la conversación. Inés la mira.
Su madre no está enojada. Está asustada. Se le cruzó por la cabeza que el muerto podría haber sido el padre.
—¿Se le reventaron los sesos? —pregunta su hermano.
El padre dice que sí. Cayó sobre la ruta. Medio cuerpo en la banquina, medio cuerpo en el asfalto.
—¿Vos estabas ahí, pa? —quiere saber el hermano.
La madre cruza los cubiertos sobre el plato. Se le cerró el estómago, aunque apenas empezaban a comer.
—Cuatro o cinco kilómetros más adelante —dice el padre—, cavando pozos. Nos enteramos cuando volvimos al obrador.
El obrador es el predio donde está instalada Intemec, la compañía donde trabaja su padre. Allí guardan las máquinas, las gigantescas bobinas de cable, los postes, los cascos, las herramientas de mano. También hay una caravana de casillas rodantes que albergan a los obreros de afuera.
El día que llegó Intemec, hará dos meses, todo el pueblo salió a la avenida para ver pasar las máquinas amarillas y rugientes. El suelo temblaba a su paso y los motores hacían tanto ruido que Inés no podía escuchar los ladridos de su perro Olando. Sabía que estaba ladrando porque lo veía abrir y cerrar la boca, moviendo la cabeza como esos perritos de plástico que se ponen en los autos, pero no llegaba a escucharlo. Parecía una fiesta, como cuando llega un circo o un parque de diversiones.
La agitación había comenzado antes, cuando empezaron a circular los rumores de que la compañía haría base en el pueblo para realizar el tendido eléctrico de más de sesenta kilómetros hasta Villaguay. Más de sesenta kilómetros de postes, torres y cableado. Trabajo para cincuenta hombres, decían. El mayor emprendimiento desde la construcción de la ruta 130 hacía quince años.
“Intemec: medio siglo sembrando luz en la Patria”, decían las calcos que regalaba la compañía y que estaban pegadas en las vidrieras de los negocios, en las ventanas de las casas y en los parabrisas de los coches. Inés y su hermano pegaron la suya en el dormitorio.
—Es uno de los chaqueños que vinieron con la última cuadrilla —dijo el padre—. Pobre infeliz, venir a morirse tan lejos de su tierra. Son tipos tan callados.
—¿Quiénes? —interrumpe su hermano.
—Los chaqueños. Son gente callada. La mayoría son indios.
—¿Indios? ¿Indios de verdad, pa? —pregunta el hermano con los ojos como platos—. ¿Me llevás para que los vea de cerca?
Su padre sonríe.
—Pero no son como los indios de las películas. No son piel rojas.
—¿Yo puedo ir también? —pregunta Inés.
—No —dice la madre.

2
Cuando terminan de cenar los dejan jugar afuera. Es pleno verano y nadie se acuesta hasta la medianoche. Las casas del barrio están iluminadas por las pantallas de los televisores. Algunos vecinos sacan los aparatos a la vereda para estar más frescos y los chicos se van amontonando un rato en una casa, un rato en otra, para seguir la programación de ATC, que es el único canal que llega. Los que tienen antenas más altas agarran también el tres de Paysandú.
A Inés la tele no la llama. Prefiere andar por la calle con Olando. Tampoco la llama la compañía de otros niños. Es una chica demasiado seria para los siete años que tiene. Tal vez por su nombre. Inés es nombre de mujer grande. Todos se lo dicen. Inés es el nombre de una abuela que no conoció. Nombre de vieja y de muerta. En cambio su madre tiene nombre de chica. Verónica. Vero o Verito, como le dicen.
Inés piensa que por eso no congenian. Porque su madre no tiene nombre de madre, sino de compañera de escuela. Por eso no se comporta como las otras madres, sino como su nombre la manda.
Ella no va a tener hijos nunca.
Una vez escuchó que su abuela Nena le decía a una amiga: Vero no puede tener más hijos porque con los embarazos se le afloja la chaveta.
Aunque lo dijo con esa media voz que usan las viejas para hablar de cosas secretas delante de los niños, ella la escuchó y entendió bien por más que no supiera el significado exacto de la palabra chaveta, tan graciosa.
A la madre de Olando le pasa lo mismo. Se come a sus cachorros o los entierra vivos. A Olando se lo sacaron justo antes de que se lo zampara de un bocado. La vecina que se lo regaló lo tuvo que criar dándole leche con un gotero. Hasta que Olando tuvo el tiempo suficiente para que Inés se lo llevara, a la perra la mantuvieron atada en el fondo, detrás de un cerco.

3
Los hombres sin trabajo y los que tenían uno inestable se anotaron para trabajar en Intemec. Serían unos pocos meses, lo que durase la obra, pero decían que la paga triplicaba cualquier sueldo que se pagara en el pueblo. También decían que los obreros que respondieran bien podrían seguir a la compañía a su próximo destino.
El padre de Inés, Lucio, trabajaba en un aserradero hacía un par de años. Había empezado haciendo cabezales para cajones de fruta. Hace poco lo habían puesto a manejar una de las grandes sierras eléctricas. Era un trabajo de mayor responsabilidad, aunque la paga fuera apenas mayor. A Lucio le gustaba trabajar allí. Era mejor que su empleo anterior. Durante algunos años había trabajado en los criaderos de pollos de la zona. El olor a madera recién cortada era muchísimo más agradable que el olor a plumas, excrementos y alimento balanceado. Cuando trabajaba en los gallineros siempre tenía los brazos y las manos lastimados por los picos y las garras de las aves. Las heridas se le infectaban y mientras los chicos fueron bebés casi no pudo alzarlos por miedo a pegarles alguna peste.
De ser por él no hubiese renunciado al aserradero para entrar en Intemec. Pero a Vero se le puso que era una oportunidad para progresar. Con el dinero que reunieran podrían terminar la casa y construir una pieza más para el varoncito. Y Lucio no quiso contrariarla. Después de los partos, seguidos entre sí, Vero había quedado muy resentida de los nervios. De vez en cuando tenía sus recaídas y pasaba semanas enteras en cama con las cortinas cerradas. El médico les había aconsejado no tener más hijos. Sus encuentros amorosos se habían distanciado. El temor al embarazo era como una alimaña acechando en la oscuridad del dormitorio.
El dueño del aserradero se sintió apenado con la renuncia de Lucio. Otros hombres también se le habían ido a trabajar en la compañía y se estaba viendo obligado a tomar a chicos muy jóvenes.
—No les podés dar a manejar las sierras —le confió—: la muchachada de hoy es muy inconsciente: al menor descuido me pierden una mano y tengo que pagarlos por buenos.

4
Inés se sienta en el cordón de la vereda. Olando se pone a jugar con los cascarudos que caen de los faroles de la calle.
A principios del verano hubo una invasión de cucarachas de agua. La noche antes de una gran tormenta. La lluvia de insectos copó el alumbrado público y dejó en penumbras el pueblo. La radio, el periódico y la gente no hablaron más que de eso durante días. Era un fenómeno extraño para un sitio que no tiene ni río, ni arroyos ni canales cerca. La tormenta fue de viento y rayos. No cayó una sola gota. A la mañana siguiente las calles y los patios de las casas estaban cubiertos de cucarachas muertas. Había un olor insoportable a pescado. La municipalidad puso a todos sus empleados a limpiar.
—Vení, Olando.
Le silba y el perro para las orejas y se prepara como para correr mil metros llanos. Pero son apenas veinte, así que frena con las patitas delanteras, derrapa con las de atrás y salen volando algunas piedras chiquitas que le pican las canillas a la nena. Lo agarra del cogote y lo tumba panza arriba en una toma de catch. Olando se queda así, de lomo, como se pone cuando está por llover.
Inés ve la sombra proyectada delante de ella. No se sobresalta: reconoce la sombra larga y gruesa de su padre. Él se sienta a su lado y saca un cigarrillo del atado.
—¿Te lo puedo prender, pa?
—Bueno. Pero no tragues el humo.
Inés toma el cigarrillo y el carusita plateado que le alcanza el padre. Una vez le contó que estos encendedores se usaban en la Segunda Guerra Mundial, los usaban los soldados en las trincheras porque no se apagan con el viento.
Lo agarra con una mano y con el pulgar de la otra activa el mecanismo que levanta la tapita y hace saltar la llama. Chupa inflando los cachetes, le da el cigarrillo al padre y sopla soltando el chorro de humo.
—¿Cuando sea grande puedo fumar de en serio, pa?
Él se ríe. Su padre es un hombre hermoso. Cuando se ríe se le forman arruguitas alrededor de los ojos y muestra todos los dientes, grandes y parejos.
—Primero tenés que tomar mucha sopa y leche y hacer mucho ejercicio.
Inés dice a todo que no moviendo la cabeza.
—Entonces me quedo enana y fumo toscanos como los enanos de los circos.
El padre le agarra la cabeza y le da un beso en el pelo. Termina el cigarrillo en silencio. Algo en el fondo de su corazón le dice a Inés que las cosas no están bien. Seguro que él y Vero discutieron otra vez.
—¿Y tu hermano? —pregunta poniéndose de pie.
—Se fueron del Álvaro. La madre iba a hacer pororó.
—¿Y vos no fuiste? ¿No te gusta el pororó?
—El Álvaro es un pesado. Y no lo dejan entrar a Olando porque corre los gatos. ¿Adónde vas, pa?
—Me voy a cambiar.
—¿Vas al bar? ¿Puedo ir? Me comprás una coca y me quedo quieta.
—No, me voy al obrador, al velorio del chaqueño.
—¿El que se murió hoy?
—Ajá.
—¿Vos también te vas a morir, pa?
—Cuando sea viejo y vos tengas edad para fumar.
Ve a su padre desaparecer en la oscuridad y al rato salir en la bicicleta. Tiene el pelo mojado y olor a colonia de afeitar.

5
Cuando Inés entra en la casa, su madre está con el camisón puesto, sentada a la mesa del comedor, con la frente apoyada en una mano y un cigarrillo en la otra. Tiene los ojos enrojecidos como si hubiese llorado.
—¿Tu hermano? —pregunta.
—En lo del Álvaro —dice Inés pasando de largo.
—Lavate los dientes y prendé un espiral que los van a comer los mosquitos.
Mientras se cepilla piensa por qué Vero será así, por qué no es como las demás madres, por qué no salen del brazo a hacer las compras o van juntas a la peluquería. Vero nunca va a la peluquería: la abuela Nena viene una o dos veces al mes y le arregla el cabello.
Se acuesta y Olando se acomoda a su lado, en el piso de mosaicos, muchísimo más fresco que la cama.
Mucho más tarde, la despiertan las voces en el cuarto de sus padres. Su hermano duerme a pata suelta. Se durmió tan fuerte que no lo escuchó entrar. Olando se ha marchado. Duerme un rato en la casa y después sale a vagar por el barrio hasta entrada la mañana.
Inés se levanta, sigilosa, y se escurre hasta el vano de la puerta. En el dormitorio contiguo, sus padres discuten en voz baja.
—Tengo que ir, Vero.
—¿Por qué? ¿Por qué vos? ¿Por qué no va otro?
—Porque me lo mandó el capataz.
—¿Por qué no va él? ¿Por qué tenés que ir vos?
—Son tres días y estoy de vuelta, Vero. Me van a pagar el viaje como extras. Y doble. No pude negarme, ¿no entendés?
—No quisiste, decí mejor. Te viene bárbaro el viajecito. Vos me querés dejar, ¿no? Vos no vas a volver.
—No digás pelotudeces.
—¿Por qué no va alguien de la Compañía?
—Yo soy de la Compañía, Vero.
—Uno de los capos, digo. ¿Por qué te mandan a vos que sos nadie, que cavás pozos?
—Justamente por eso. Porque soy uno más. A mí nadie me va a reclamar nada. ¿Te imaginás el quilombo que se les puede armar si alguien aviva a la familia del chaqueño? Además yo sé manejar y el capataz me tiene confianza.
—Mentira. Vos te ofreciste a ir. Porque te querés ir a la mierda de acá. Me querés dejar acá con tus hijos y que me pudra. ¿Por qué llevás tanta ropa?
—Puse una muda limpia y una toalla, Vero.
—¿Y el pulóver?
—Qué sé yo, por ahí refresca. No sé. Lo dejo si te sentís más tranquila. Pasé por lo de tu madre. Ella va a venir mañana y se va a quedar hasta que yo vuelva.
—¿Encima me dejás con mi madre? ¿Qué? ¿Tenés miedo que me encame con otro? ¿Que haga lo mismo que vas a hacer vos? Porque vos te vas con otra, no. Yo sé que vos tenés otra. Se van a hacer un viajecito de novios con la excusa del muerto. Si salís por esa puerta no me ves más ni a mí ni a tus hijos.
—Basta, Vero. Cortala. No me rompás las pelotas. Y bajá la voz que vas a despertar a las criaturas.
Inés escuchó los sollozos de Verónica y el ruido áspero del cierre relámpago del bolso y corrió a meterse en la cama.
Su padre entró en la habitación y le acomodó las sábanas y le dio un beso suave en la frente. Después hizo lo mismo con su hermano y salió en puntas de pie.
La casa quedó a oscuras y en silencio. Paró la oreja, pero ningún sonido provino de la pieza de los padres. Al rato se levantó y entró despacito.
Verónica dormía en la mitad de la cama, abrazada a la almohada. Volvió a acostarse, pero ya no pudo dormir. Se quedó con los ojos abiertos viendo cómo el cielo de negro se iba poniendo gris, blanco, rosa, las estrellas se apagaban y empezaba a clarear.

6
A la salida del pueblo, pararon a cargar combustible y agua para el mate. Lucio aseguró el enserado que cubre la caja de la camioneta y caminó unos pasos hasta salir del playón, al descampado que comienza apenas termina el cemento sucio de aceite y manchas de gasolina. Prendió un cigarrillo. La noche va perdiendo oscuridad, las estrellas empiezan a palidecer. En poco rato amanecerá. El día nuevo los encontrará en camino.
El Willy, el chaqueño que será su acompañante y baqueano en la ruta, dejó el termo sobre el techo del vehículo y se mandó para el lado de los baños.
Lucio miró la hora. Las cuatro y media. Metiéndole pata y sin contratiempos llegarían a la noche a la zona del Bermejito. Destino y fin del viaje.
Se desperezó y tocó con una mano el bolsillo izquierdo de la camisa de grafa: el toquito de billetes doblado a la mitad y asegurado con una gomita le abulta la prenda. Es una buena cantidad. Tres sueldos juntos en billetes grandes. Nada de cheques como en la liquidación mensual. Plata contante y sonante, un papel sobre otro, sin firmas ni bancos ni nada. El dinero no tiene nombre así, ni cara. Aunque sí le dieron un papel para que trajera firmado a la vuelta; una formalidad, le dijo el capataz, un respaldo para la compañía, por si las moscas.
El Willy le pegó un grito, apoyado en la puerta abierta de la camioneta.
—¿Listo, compañero? —dijo Lucio.
El otro le dijo que sí y se metió en el vehículo cerrando con un golpe.
Lucio entró por el otro lado y dio marcha. Maniobró por el playón. Los dos sacaron los brazos por la ventanilla para saludar al empleado. Salió despacio a la ruta vacía.
—En marcha —dijo, dando un golpecito en el volante.
El Willy giró el dial buscando alguna estación de radio. A esa hora todas las emisoras pasaban música, folclore o canciones románticas. A la madrugada sólo los serenos y los camioneros escuchan la radio, y aunque parezca raro, a esos tipos les gusta la música romántica. Clavó el dial en algún punto. Justo estaban pasando una de Perales que a Vero le encanta, una donde él le dice a su mujer que vaya, que su amante la espera, que no se demore más, que mientras él hace la valija. Al Willy también le gusta, parece, pues sigue en voz baja la letra, pero no la sabe tan bien como Vero y se adelanta en algunas partes o se equivoca y se pega con el puño sobre la pierna. Es un poco más joven que Lucio y bastante pintón. Desde que vino con la compañía ya tuvo varios líos de polleras en el pueblo. Le gustan las casadas y, al revés de los otros chaqueños, es muy hablador.
—¿Por qué te dicen Willy? —pregunta Lucio.
—Por Williams.
—¿Te llamás así?
—Ajá —dice sonriendo. Tiene los dientes sanos y parejos.
—¿Y ese nombre de dónde lo sacaron?
—Me lo puso la patrona de mi madre. Una señora inglesa, muy buena. Vivimos con ella hasta que tuve seis o siete años. Hasta me estaba enseñando a hablar inglés. Ahora no me acuerdo nada. Ella me quiso adoptar porque no podía tener hijos, pero mi madre no la dejó. Tenían la casa más linda que vi en mi vida. Con todas las comodidades. El marido había sido gerente de La Chaco. Compraron una finca y se pusieron a plantar algodón. Nunca volvieron a su país. Helen se llamaba. Con hache. En inglés la hache se dice jota, de eso me acuerdo —se ríe—. Si me hubiesen adoptado ahora sería todo un señorito inglés. Capaz hasta estaría casado con alguna leidi de allá. Leidi quiere decir chica, señorita. Algunas palabras me acuerdo, fijate.
—¿Y por qué se fueron de ahí?
—Mi madre me tuvo de muy joven. Tenía catorce o quince. Después se casó y nos volvimos con mi padrastro a las islas. Ahí me terminé de criar. Vieras lo linda que era mi madre. La señora Helen la tenía como a una hija. Cuando nos fuimos tenía dos baúles llenos de vestidos que le regaló la señora y zapatos de todos los colores. Habían sido de la señora Helen, pero estaban casi de estreno. La gente rica usa la ropa una vez y nunca más. Ni bien pusimos pie en la isla, mi padre le prendió fuego a todos los trapos. Había ropa mía también. Todo hecho a medida por el sastre del señor. La fogarata duró toda la noche. Mi madre se durmió llorando esa vez.
Lucio se quedó pensando en la madre del Willy.
—¿Y lo perdonó? A tu padrastro, ¿lo perdonó?
El Willy soltó una carcajada.
—¿Por las pilchas? Ha de ser que sí porque todavía siguen juntos.
Lucio también sonrió. Se notaba que el Willy nunca había estado casado. A veces los rencores atan más que el amor.
Enseguida dejaron atrás los montes de eucalipto que se extienden a uno y otro lado de la ruta hasta el empalme con la 14. Lucio está orgulloso de ese tramo por el que se entra o sale del pueblo. Un túnel verde y perfumado, compacto, la cinta de asfalto siguiendo las ondulaciones de las cuchillas.

7
Inés despierta sobresaltada. El sol entra a raudales por la ventana y siente el cuerpo transpirado. La cama de su hermano está vacía. Escucha ruidos que vienen de la cocina. Hay olor a comida. A comida rica, piensa Inés con alegría, la comida de la abuela. No los churrascos con ensalada que Vero prepara todos los días. Se levanta de un salto y se mete en la cocina sin pasar por el baño.
—¡Abuela!
La abuela está revolviendo algo en una cacerola con la cuchara de madera.
—Hola, gatita —dice y la abraza contra su panza, contra el delantal limpio que usa cuando está en la casa—. Mirá que sos dormilona. Ya iba a ir a sacarte de la cama. No sé cómo pueden dormir tanto con este calor. Andá, lavate la cara que mientras tomás la leche te peino.
Inés se va saltando en una pata hasta el baño. La puerta del dormitorio de Vero sigue cerrada, seguro que duerme. Cuando ellos están de vacaciones Vero duerme hasta el mediodía. Se echa agua fría en la cara y se cepilla los dientes. Agarra el peine para hacerse una colita, desde muy pequeña aprendió a peinarse sola, y de repente se acuerda de que la abuela está en casa y que le puede pedir que le haga una trenza. Todavía no aprendió a hacer trenzas, es muy difícil. Que le haga dos, mejor, dos trenzas largas de esas que parecen espigas de trigo, que se llaman así le dijo la abuela: espigadas.
La leche con cacao está bien fría y dulce, riquísima. La abuela se la sirvió en uno de esos vasos largos que el padre usa cuando toma gancia o cerveza.
Toma dos o tres sorbos largos y agarra una galletita. Mientras la mordisquea se entrega a las caricias del peine que comienzan en la coronilla y bajan todo el largo del pelo una y otra vez. Qué lindo que es ser peinada. Cuando sea grande va a ir todos los días a la peluquería para que la peinen como hacen las actrices y las señoras ricas.
—¿Me hacés dos trenzas?
—Bueno. No comas tantas galletitas que en un rato almorzamos.
—¿Y mi hermano?
—Está jugando afuera. Pobrecito, lo saqué temprano de la cama para que me abriera la puerta. ¿No escuchaste que golpeaba? Anoche, en el apuro, me olvidé de decirle a tu padre que me dejara la llave. Yo creo que tengo una copia, pero revolví toda la casa y no la encontré. Eunice cambia las cosas de lugar y después se olvida de dónde las puso. Yo siempre le digo: vos en vez de ordenar escondés las cosas.
Eunice es la cuñada de la abuela Nena. Cuando las dos quedaron viudas se mudaron juntas.
—¿La tía Eunice va a venir también?
—No, está chocha de quedarse unos días sola... viste cómo es ella.
—¿Y Vero?
—Chist. Decile mamá, che. No sé qué moda es esa de llamar a los padres por su nombre.
Inés se encoge de hombros. Si es Vero la que no quiere que le digan mamá.
Sale al patio. Tienen un fondo muy grande. La mitad está completamente descuidada, con pastizales que llegan hasta las rodillas. Hasta que entró en la compañía Lucio se ocupaba de mantenerlo limpio, siempre tenía la idea de armar un vivero para plantar verduras. Con este empleo no tiene ni tiempo ni resto para hacer cosas en la casa. A él le gusta trabajar la tierra porque hasta la adolescencia vivió en el campo. Siempre le dice a Inés que el día que tengan la huerta va a sembrar un almácigo de rabanitos solo para ella, pero que va a tener que ayudar a cuidarlo.
Su hermano está jugando justo donde empiezan los pastos más altos. Está sentado en el suelo y tiene puesto un sombrero de trapo. El sol está muy fuerte. Se lo nota muy concentrado.
Piensa en ir a ver qué está haciendo, pero le da pereza. Hace tanto calor y todavía siente la cabeza pesada por el mal sueño. Más vale se queda a la sombra de la parra. Se sienta en el pequeño sillón de playa que le regaló la tía Eunice para Navidad. Es un sillón precioso. Igual a los grandes, pero justo de su tamaño, con tiras de plástico de colores chillones.
Olando cavó un pozo en la tierra y está dormido. Vaga toda la noche y después necesita reponerse.
Echa la cabeza para atrás y se queda mirando el tramado de hojas, los tallos correosos que se desparraman sobre las guías de alambre que puso el padre para formar ese techo verde, más tupido cada año. Es una lástima que nunca se decida a dar uvas. Cada verano echa unos pocos racimos que se pudren antes de madurar.
Durante el almuerzo, Vero permanece callada. Se dio una ducha al levantarse y tiene el pelo mojado y un batón de algodón de esos que se usan arriba de la malla.
La abuela hizo pollo al horno, torrejas de acelga y un arroz completamente amarillo, tan amarillo que da gusto tenerlo en el plato. Dijo que le puso azafrán para que quedara así y sacó del bolsillo del delantal una lata diminuta, apenas más grande que una píldora, y se la dio a Inés para su casa de muñecas. Adentro de ese minúsculo envase viene el azafrán.
Vero come sin ganas una torreja. Pincha un pedacito con el tenedor y lo tiene en el aire un rato como si le estuviese pidiendo permiso para llevárselo a la boca.
La abuela charla con los nietos. Hace comentarios y mira a su hija, le busca la mirada. Pero la mirada de Verónica está muy lejos, perdida atrás de los ojos hinchados por el sueño o por el llanto o por las dos cosas.
Corta un poco del pollo que tiene en el plato y le dice a la abuela que por qué no le sacó la piel, que la piel del pollo trae cáncer. La abuela dice que es un pollo de campo, que no hay nada malo con la piel de los pollos de campo, que eso será con los de criadero.
Vero suelta una risita insolente.
—Ahora sabe más que los médicos —dice.
La abuela ignora su comentario y cambia de tema. Les dice a los nietos que cuando baje el sol van a armar la pileta.
—Está pinchada —dice Vero—. Lucio la iba a emparchar pero como nunca tiene tiempo para nada el señor Intemec.
—Qué problema hay. Vamos a comprar unos parches y la vamos a arreglar. Es una picardía que esté guardada con el calor que hace, ¿no?
Vero enciende un cigarrillo.
—Estamos comiendo, Verónica.
Cuando está molesta con ella la abuela le dice el nombre completo, así desde que era una nena.
—Esta es mi casa, mamá.

8
Lucio y el Willy pararon a comer en una parrilla de la ruta. Hace un calor que raja la tierra. Los ventiladores de techo giran con una lentitud pasmosa. Toman una cerveza mientras esperan la comida. Fuman. El lugar está lleno de hombres solos. La mayoría son camioneros. Hombres panzones que mastican despacio su tira de asado y beben su vino en silencio.
Una mujer joven atiende las mesas. Tiene buen cuerpo. La musculosa blanca se le pega al torso sudado. Sus brazos son fuertes, podría golpear a un hombre sin esfuerzo. Cuando pasa a su lado, el Willy le mira el culo, lo mira a Lucio, sonríe y hace un gesto de aprobación. Lucio le devuelve la sonrisa. Sí, la mujer es linda. Debe tener un olor amable, mezcla de jabón de tocador, parrilla y papas fritas.
Sin pensarlo se la ha quedado mirando tanto que ella se da cuenta y le sonríe. El Willy también se da cuenta y le pega una trompada suave en el hombro por encima de la mesa.
—Ganador —le dice un poco envidioso porque no lo miraron a él. Lucio mueve la cabeza.
—Yo estoy fuera de carrera hace rato, hermanito.
—¿Sos casado?
—Hace diez años.
—Yo me voy a morir soltero. Lo único que me gusta del matrimonio son las mujeres casadas —dice el Willy, y suelta una carcajada.
—Y... tiene sus cosas. El matrimonio. La soltería. Todo tiene sus pros y sus contras.
—Ha de ser así, chamigo. Pero a mí me gusta andar libre como los pájaros —vuelve a reírse el Willy, tiene una risa contagiosa, los ojos le chispean—. Una vuelta, de más changuito, me junté. Ella era más grande que yo. Un tiempo anduvo todo bien. Rancho limpio. Comida y cama caliente. Pero era de más celosa, che. Mirá que yo andaba derechito con ella, me tenía enloquecido, ni ganas de mirar a otra... pero cuando la mujer es celosa no hay caso. Por más que estés metido entre sus polleras todo el día, siempre va a encontrar algo para sacarte en cara. Así que un buen día junté mis mudas y me fui a la mierda.
La mujer trae los platos. Lucio mira para abajo, no quiere que ella lo malinterprete. El Willy le saca conversación. Ella es simpática.
Empiezan a comer. La mujer sigue con sus cosas.
—¿Era casado? —pregunta Lucio mirando por la ventana y señalando con la cabeza la camioneta estacionada debajo de un árbol.
—No sé. Yo lo conocí en la compañía. Es de los últimos que entraron. Yo ya hace tres años que estoy. Estaba trabajando en Las Marías, la de la yerba, viste, en Corrientes. Un compinche me dijo que había llegado la compañía para hacer el tendido en un pueblito por ahí cerca, que buscaban gente. Yo había tenido problemas con el capataz de Las Marías y andaba con ganas de irme de ahí. Así que fui y les pedí trabajo. Me tomaron ese mismo día. Y a mí me gusta más esto. No quedarme mucho tiempo en ningún lugar, andar de acá para allá. Si les cumplís, vas a poder seguir en la compañía, seguro.
Lucio movió la cabeza.
—Claro que con familia es otra cosa —dijo el Willy.
Mientras el Willy se tiró a dormir una siestita a la sombra, Lucio se fue a caminar un poco para bajar la comida. Llegó hasta el borde de la ruta. Desde allí miró hacia la parrilla, los camiones estacionados en el playón. Prendió un cigarrillo. Le hubiese gustado ser camionero, pero era muy sacrificado, estar tantos días fuera de la casa, durmiendo y comiendo en cualquier sitio. Y él quería una casa y una familia. Una casa y una familia era lo único que había deseado. Entonces, ¿por qué Vero lo hacía tan difícil?
Bajó la lomada de la banquina, caminó un poco entre los árboles del predio y rodeó la construcción de cemento buscando los baños. Atrás la encontró a la mujer, recostada contra la pared, en un pedacito de sombra, fumando.
Ella le sonrió —una sonrisa franca— y se pasó una mano por la frente.
—Calor, ¿eh? —dijo.
—Sí. Está pesado.
—¿Adónde van?
—Al Chaco.
—Más arriba, más calor. No los envidio. ¿Son de allá?
—No. Vamos a llevar una carga.
—¿Conocés?
—Mi amigo. Él es de la zona.
Ella volvió a sonreír y dio una chupada a su cigarrillo.
—¿Vos vivís por acá?
—En el pueblo. Pero me paso el día acá, desde la mañana hasta la noche. Se trabaja mucho, gracias a dios.
Se quedaron en silencio, tímidos como dos criaturas.
—Andaba buscando un baño.
—Adentro tenés uno.
—Gracias.
—No hay por qué.
—Ya estoy recuperado, listo para arrancar —dice el Willy estirándose. Se mojó la cabeza en el baño y el cabello, medio largo, le chorrea gotitas sobre los hombros.
—Bueno, vamos —dice Lucio.
La mujer le alcanza el termo con agua caliente.
—Cuidado que está que pela —dice—. Buen viaje.
—Nos vemos a la vuelta —responde el Willy guiñándole un ojo.
Sobre el toldo verde que cubre la caja de la camioneta revolotea un pequeño enjambre de moscas. Algunas se meten a la cabina cuando ellos abren las puertas.
—Puta madre —rezonga el Willy. Son verdes y cargosas.
Lucio da marcha al motor, arranca y sube despacio hasta la ruta. Cuando el vehículo agarra velocidad bajan los vidrios de las ventanillas y el Willy espanta las moscas con un trapo. Aplasta una contra el parabrisas y se ríe como un chico. El resto se le escapa.

9
Vero prende el ventilador y se acuesta en bombacha y corpiño a hojear una revista. La persiana del dormitorio está baja pero el calor entra de todos modos. Es un horno la pieza. Un horno en verano y una heladera en invierno. A ver si este año juntan la plata para poner el cielo raso. Se hace viento en la cara con la revista, una Kiling que leyó tantas veces que se sabe de memoria. Igual sigue asustándose cuando llega al cuadro en que Kiling entra al dormitorio sorprendiendo a la rubia en ropa interior. Le encantan esas historias aunque las mujeres siempre son maltratadas y asesinadas. Le gustan, no sabe por qué.
Su madre se fue a hacer la siesta al cuarto de los chicos. Los chicos se acostaron también. A ella nunca le llevan el apunte para dormir la siesta, pero basta con que se los pida la abuela para que le hagan caso. Parece que todo lo que dice su madre es palabra santa para todos. Menos para ella.
Ella la conoce muy bien. La conoce desde antes de convertirse en la abuela Nena, cuando era simplemente la Nena o mami para ella. De abuela está reblandecida, pero cuando era joven… Se piensa que ella se olvidó de cómo la fajaba. Ahora pretende que ella sea una buena madre, pero ¿de quién iba a aprender?
Si es por el modelo que tuve, le dice cada vez que la vieja le reprocha su indiferencia con los hijos. Por lo menos ella a los chicos no les pega. Lucio la mata si les pone una mano encima. Como si no supiera que si todavía no la abandonó es por los nenes.
Es que no se le dio bien la maternidad a ella. No es que no los quiera. Los quiere. Pero no puede mirarlos sin olvidarse de que es por ellos que ella está así, de que es por ellos que su salud está resentida. Si no los hubiese tenido, no estaría enferma. Su mente sería clara como antes. No tendría esta maldita tristeza que le fue agriando el carácter. Si ellos no hubiesen nacido, ella seguiría siendo la Vero alegre y sana de la que Lucio se enamoró.
A veces le dan pena sus hijos, pobres criaturas de dios. Con el nene le resulta más fácil un acercamiento; él es más simplón, más pavote como son los varones a esa edad. Pero la nena, Inés, qué chica tan rara.
Se adormece con la revista en la mano. Se hunde en el sopor de la pieza. Parece que nunca durmiera lo suficiente.

10
El atardecer en la ruta es hermoso. Sobre todo en caminos como este, donde no anda un alma. El cielo se ha puesto completamente rojo, como si los montes de vinal lo hubiesen pinchado con sus largas espinas todo el día y recién ahora se dejara sangrar por todas las pequeñas heridas a la vez.
Willy dice que tiene ganas de orinar y Lucio saca la camioneta del camino, la tira en la banquina y detiene el motor.
Bajan los dos. Mientras su compañero se aleja unos pasos para descargar la vejiga, Lucio prende un cigarrillo y se despereza. Le duelen los brazos después de tantas horas de tenerlos tensos sobre el volante. Todavía faltan cien kilómetros. Llegarán a la noche como estaba previsto.
Ahora que falta poco, Lucio toma conciencia de su carga. Apoya una mano sobre la lona tirante, llena de polvo: abajo va el cuerpo de un hombre. Una noticia terrible que cambiará el destino de una familia. Cuando se lleva el cigarrillo a la boca ve que la mano le tiembla. ¿Cómo enfrentará a los parientes del muerto?
El hombre era joven; seguramente hay un padre y una madre, un matrimonio ya viejo para engendrar otro hijo, pero todavía joven para haber disfrutado de este por lo menos quince años más. Un hombre y una mujer que a esta misma hora estarán tomando la última cebadura de mate del día, luego de haber terminado con sus quehaceres diarios, sentados a la puerta del rancho, mirando este mismo atardecer con los ojos de la costumbre, en silencio, quietos, sumergidos en los cuarenta y cinco grados de temperatura a los que también ya están acostumbrados. Pensará cada uno que ha llegado a su fin un día parecido al resto. Después del mate, la cena que se cocina sobre el fogón, el jarro de vino, el sueño adentro del rancho, en el que caen desmayados por el calor y el humo de las bostas secas que encienden para espantar los mosquitos. Un día común y corriente, pensarán. Un día más.
Tal vez también haya en el mismo rancho o en uno vecino una esposa y una escalerita de hijos, niños descalzos y en cueros que gastarán las últimas energías del día revolcándose con los perros o pateando una pelota en la tierra suelta que les endurece los cabellos.
Lucio se aleja de la camioneta, le da la espalda, trepa hasta la ruta y camina unos pasos. Oye que el Willy le grita: eh, eh. Levanta el brazo como pidiéndole que lo deje solo. Dobla el cuerpo, apoya las manos en las rodillas y suelta un chorro de vómito, devuelve el mate, la cerveza y algunos restos del almuerzo. Se limpia la boca con el dorso de una mano y respira hondo el aire caliente, denso, de la tardecita.
En el camino pasaron tres puestos de la policía caminera. Traían un papel de la compañía sellado por un coronel del ejército: tránsito libre por todos los caminos de la patria. Siguiendo las directivas del capataz, en cada puesto mostraron el papel, dijeron que atrás llevaban herramientas y agradecieron al milico de turno con un rollito de billetes previamente preparados, que Lucio guardaba en el otro bolsillo de la camisa.
Herramientas, llevamos herramientas de la compañía. A fuerza de decirlo él mismo se lo había creído hasta ahora, que faltaba poco para el final del viaje. Pensándolo bien no era una mentira. El muerto, el Willy, él y todos los demás no eran sino herramientas de la compañía, más baratas que cualquiera de las modernas máquinas amarillas con sus brazos-grúa y sus palas dentadas. Con el fajo de billetes que llevaba para consolar a la familia del obrero muerto no alcanzaba para pagar una sola pieza rota de esas máquinas.

11
Inés tiene los brazos apoyados en el borde de la pileta y el mentón apoyado sobre los brazos. En el otro extremo hay una manguera rayada verde y negra que chorrea un hilito de agua. La abuela dijo que habrá que dejar la canilla abierta toda la noche para que la pileta esté llena en la mañana. A la tarde compraron los parches y la remendaron. Hubo que lavarla con detergente y una escoba porque estaba amocosada en algunas partes. Vero, que se levantó de buen humor de la siesta, ayudó a armarla. Trajeron varios baldes de arena que sacaron de una casa en construcción de la otra cuadra, volcaron la arena en un rectángulo del tamaño de la pileta, Vero la alisó con un rastrillo, arriba pusieron bolsas y encima la pileta. Tardaron un poco en encajar los caños unos adentro de otros porque las puntas estaban oxidadas. La abuela dijo que no la habían guardado bien la última vez, que no la habían secado ni le habían puesto talco y por eso el moho y el óxido; por eso después la lona se agujerea. Este comentario estaba dirigido a Vero, pero Vero, raramente, no le dio pelota.
En el patio están sólo Inés y su madre. Escuchan en la radio un programa de música: la gente llama por teléfono o escribe cartas para pedir temas y mandar saludos a sus conocidos. Es un programa muy escuchado, conducido por un locutor famoso. Vero dijo que una vez lo vio al locutor pasando discos en un baile del club Santa Rosa y que es un churro bárbaro. Inés piensa que su voz es bonita, pero el tipo le parece un poco creído y se lo dice a Vero. Ella le dice que con todas las mujeres que le andan atrás es lógico que esté agrandado. Inés piensa, pero no se lo dice a Vero, que su papá también es muy churro y que también debe tener muchas mujeres atrás y que no por eso se hace el lindo.
La abuela está en la cocina en un barullo de cacerolas: prepara la cena y una mermelada. Por la puerta abierta llega, mezclado en el aire cálido de la noche de verano, olor a fruta y a azúcar.
—Por más que te quedes mirando la pileta no se va a llenar más rápido —dice Vero.
Inés se encoge de hombros. Le gusta ver el fondo floreado bajo los escasos centímetros de agua.
Vero prende un cigarrillo y vuelve la cara al cielo estrellado. Está sentada en un sillón y tiene las piernas apoyadas en uno de los bordes de la pileta. Inés la mira.
—¿Querés que te peine? —dice.
Vero la mira.
—¿Me dejás que te peine? —repite.
Vero va a decirle que no, esta chica puede hacerle un lío en el cabello.
—Te dejo linda para cuando vuelva papi —dice Inés, y sonríe.
—Bueno. Pero ojito con hacerme doler.
Inés corre adentro de la casa a buscar el peine. Vuelve y se estira para llegar a la altura de la cabeza de su madre. Vero siente la mano pequeña y tibia apoyarse en su coronilla, los dientes plásticos del peine metiéndose despacio entre su pelo, bajando hasta donde termina y subiendo de nuevo, todo con mucha suavidad y cuidado. Los primeros minutos se queda con el cuello tieso, mirando al frente como si estuviese en la peluquería y estudiara los movimientos de su peinadora en el espejo. Después se afloja y siente ganas de llorar.

12
Lucio apaga el motor de la camioneta y deja los faros encendidos. El Willy, que se había dormido, se despierta sobresaltado.
—¿Qué pasó? —pregunta abombado por el sueño. Lucio mueve la cabeza y prende un cigarrillo. —¿Pasó algo? ¿Llegamos?
—Casi. Estaremos a diez kilómetros.
El Willy se pasa las manos por la cara y el cabello. Bosteza.
—¿Por qué paramos, che? ¿Eh? —dice tocándole un hombro a su compañero.
—Estuve pensando que mejor llegar con el día —dice Lucio despacio. Mira su reloj y se lo muestra al Willy—. Son las diez y media de la noche. Esta gente ya debe estar durmiendo. Pensaba... ¿a vos te gustaría que te despierten con una noticia así? Pienso que... no sé... mejor que duerman tranquilos una última noche. ¿No te parece?
El Willy también prende un cigarrillo. Los dos miran hacia delante, los cincuenta metros de asfalto iluminado por los focos de la camioneta. El resto es completa oscuridad. Desde la oscuridad llegan los sonidos del monte.
—Qué sé yo, chamigo —dice el Willy—, a las malas noticias mejor saberlas cuanto antes. Nosotros no podemos cambiar nada.
—No, ya sé. Pero pensá, que te saquen de la cama con una desgracia así... qué hacés, no sabés si avisar a los vecinos, esperar a la mañana... los chicos, cómo se los decís en plena noche, cómo les decís a tus hijos que el padre está muerto.
El Willy resopla.
—Y sí. Es fulero, che... es fulero el trabajito que nos encargaron. Me cago en las horas extras —dice pegando una piña en la guantera—. Está bien. Esperemos a que amanezca. Lo que sí, no sé vos, pero yo estoy cagado de hambre.
—Compré algo cuando paramos en el almacén.
—¿En serio?
—Pan, fiambre y una botella de vino.
—Bueno, sacá la camioneta de la ruta. Por acá no anda nunca nadie, pero no sea que se nos aparezca un mamerto y nos parta al medio.
Armaron un fuego con unas ramas secas, no porque hiciera frío sino para animarse un poco.

13
Inés agarra la bici.
—Voy a dar una vuelta —le grita a la abuela y lleva la bicicleta de tiro hasta la calle—. Olando —llama.
Se trepa y espera. Tiene que gritar dos veces más el nombre de su perro hasta que lo ve aparecer por el costado de la casa, despacito, de mala gana.
—Vamos —dice.
Olando se sienta y la mira. Se rasca con una pata atrás de la oreja y bosteza.
—Dale, perro vago.
El animal se para sobre sus cuatro patas y camina contoneando el cuerpo grueso, retacón. Se le nota que tiene más ganas de seguir durmiendo a la sombra que de acompañar a su dueña en un paseo al rayo del sol.
La nena se para sobre los pedales y arranca. Cuando agarra velocidad se apoya sobre el pequeño asiento de plástico. Esta bicicleta empieza a quedarle chica. El último mes pegó un estirón: las polleras y los shorcitos le quedan más cortos que cuando empezó el verano. Cuando vuelva a la escuela va a ser una de las últimas de la fila, seguro.
Va andando por la orilla de la calle donde las piedras están sueltas y hacen más pesada la marcha de las ruedas. Casi no pasan autos por allí, pero se cruza con algunos hombres, también en bicicleta, que pedalean rapidísimo para llegar justo a la hora del almuerzo. Un perro sale de una casa y le ladra a Olando, que le gruñe, mostrándole los dientes, sin aflojar el paso; le muestra los dientes y lo mira de reojo como diciéndole: ahora te la dejo pasar porque voy apurado, pero ya vas a ver si te encuentro a la vuelta. Olando no es de pelear con otros perros, pero una vez mordió a un tipo que se metió de prepo en la casa. Era un conocido de Lucio, un atrevido que se mandó para el fondo sin llamar. Olando dormía en uno de esos pozos que siempre anda cavando en el patio y cuando el hombre pasó a su lado se le prendió de la botamanga del pantalón. En realidad mordió más tela que otra cosa porque es un perro chico, los dientes apenas le rasguñaron la pantorrilla, pero se pegó un susto bárbaro.
Lucio salió de la cocina alarmado por los gritos y las puteadas del recién llegado. Le ordenó a Olando que lo soltara y el perro le hizo caso enseguida. Lucio estaba más enojado con el tipo que con el perro.
—Pero también, hermano, cómo te vas a meter así sin avisar —le dijo.
Cuando comprobaron que no había que lamentar más que unos rayones sobre la carne, dos o tres hileritas irregulares de puntitos de sangre, se rieron. Hasta el hombre se rió.
—Mirá qué pedazo de guardián te echaste —dijo.
Inés frena ahí donde el camino de pedregullo empalma con el asfalto. Se baja de la bici y la apoya en el tronco de uno de los eucaliptos que crecen en el borde de toda esa última cuadra. Se pasa una mano por la cara. Está acalorada. Se sienta en el pasto y se apoya, ella también, en uno de los troncos. Allí está fresco y perfumado. Las palomitas de la virgen, que tienen sus nidos en las copas estiradas de los eucaliptos, cantan: cuú-cuú.
De vez en cuando a Inés le gusta ir allí a mirar los camiones que pasan por la ruta que atraviesa el pueblo. Camiones y autos conducidos por gente de afuera. Lucio le contó que en Buenos Aires a los autos les dicen coches. Camiones y coches. Camiones enormes, con doble acoplado, que se mueven veloces a pesar de su apariencia de gigante torpe. Coches pequeños y modernos, brillantes bajo el sol como luciérnagas del día.
Hoy tuvo ganas de ir allí a pensar en su padre. Hace dos días que no lo ve, que está fuera de casa, y a ella le parece un mes entero. Lo extraña y tiene tantas cosas para contarle cuando vuelva que quiso ir a echarse bajo los eucaliptos a ordenar esas cosas porque tiene miedo de atolondrarse y olvidarse más de la mitad.
La abuela dijo que su padre volverá esta noche, tal vez de madrugada. Vero no dice nada, por las dudas. Sigue pensando que quizá no vuelva y ahoga sus expectativas creyendo que así va a sufrir menos. En el fondo espera que no regrese así deja de vivir a los saltos. Ella, para sí, le llama vivir a los saltos a esta idea que se le metió de que tarde o temprano su marido va a abandonarla.
La tarde anterior se la pasaron en la pileta. Vero se puso una bikini viejísima, de cuando era más flaca, y se rieron, incluso ella, de cómo le quedaba. Dijo que se la va a regalar a Inés porque seguro que le va a quedar pintada. La pasaron lindo en el agua con su hermano y Vero. La abuela no quiso meter ni las patas. No le gusta. Cuando van al río tampoco se mete, ni siquiera se saca las medias. Ni los zapatos. Dice que está vieja para mostrar las carnes. Sin embargo la tía Eunice, que es tan vieja como ella, es la primera en meterse al río y la última en salir. La tía Eunice se pone una malla enteriza negra brillante y un gorrito de natación y parece una foca. De joven era nadadora y todavía conserva la carne fibrosa de los deportistas.
Ayer a la tarde la abuela les cebó mate, les hizo limonada y buñuelos. Comieron y bebieron saliendo del agua solamente para hacer pis. Vero contó que cuando fueron con Lucio a Córdoba de viaje de bodas, en el hotel había una pileta y que si uno hacía pis en el agua se formaba una mancha fosforescente alrededor del meón, delatándolo.
La abuela dijo que en general la gente era muy puerca y que si ella no se metía al río, donde de última el agua corre, menos iba a hacerlo en una pileta donde un montón de desconocidos remojan el culo.
Los camiones pasan tan fuerte y tan cerca que Inés siente que la tierra tiembla debajo de ella. Igual que estos hombres, su padre ahora estará manejando para volver a casa. Tal vez una niña igual a ella pero en otra provincia estará al costado de la ruta viendo pasar los vehículos. Mirará pasar la camioneta de la compañía, tan rápido que nunca llegará a ver el rostro del conductor.

14
El Willy está callado. Como si las horas que pasó con su gente lo hubiesen devuelto a la melancolía propia de los suyos, como si fuera de nuevo uno de ellos o, mejor dicho, se hubiese dado cuenta de que nunca dejó de serlo.
La entrega del cuerpo fue triste y dolorosa.
La camioneta de la Compañía entró al pequeño poblado a las siete de la mañana. El sol ya estaba picante. Una decena de perros flacos salió de los ranchos a morder los neumáticos. Detrás de los perros, se fue asomando gente. Algunos hombres salieron con el mate en la mano, sin camisa, así como estaban, desmelenados, con la resaca del sueño encima, preguntándose quién llegaba, por qué tanto alboroto. Las mujeres vichando atrás de los hombres, sumisas, con los ojos bajos, el pelo todavía suelto, descalzas.
Lucio detuvo la camioneta en el medio de la única calle. El Willy bajó primero. Lo escuchó saludar. Lo vio extender la mano hacia cualquiera de los hombres que se miraron hasta que uno se decidió a limpiarse la suya en la pierna del pantalón antes de estrechar la del Willy. Lo oyó preguntar por la familia Chará. Los hombres volvieron a mirarse: todos eran, en cierto modo, Chará. Todos tenían sangre Chará en las venas. El Willy reformuló la pregunta: pidió por el padre o la mujer de Eriberto Chará. Señalaron un rancho al final de la calle.
El Willy se asomó por la ventanilla y le dijo que lo siguiera con la camioneta. Se encaminó decidido. Los hombres y algunos chicos fueron detrás de él.
Lucio dio marcha y los perros volvieron a echársele encima y fueron todo el largo gruñendo y mordiéndose entre ellos cuando no atinaban a los neumáticos.
Cuando llegaron a la casa de Eriberto Chará, su padre, un hombre de abundante cabello blanco, ya había salido a la puerta atraído por el bochinche de los perros.
Lucio apagó el motor y los perros se calmaron.
El Willy habló con el viejo en voz baja. El grupo de vecinos esperó silencioso a unos metros de distancia tratando de pescar algún retazo de conversación. El Willy señaló la camioneta. El viejo lo miró, miró la camioneta, volvió a mirarlo y se metió adentro del rancho. El Willy se quedó al lado de la puerta. Se cruzó de brazos, quieto, mirando hacia el frente como si su misión fuese impedir que alguien traspusiera el umbral.
Al rato salió el viejo, recién afeitado, con una camisa limpia y unos viejos zapatos de cuero, sin medias, cuarteados.
Lucio había bajado y estaba recostado contra la puerta del vehículo. El viejo se acercó y lo miró, lo saludó con un movimiento de cabeza. Miró toda la camioneta y se detuvo en la caja cubierta por la lona verde, comprendiendo.
—Mi hijo —exclamó, y apoyó los brazos y la cara sobre la lona tirante.
Los vecinos ayudaron a bajar el cuerpo. Lo depositaron en una mesa larga debajo del alero del rancho. Enseguida empezaron a caer las mujeres, con el cabello atado, repitiendo un sonido plañidero que provocaba una tristeza infinita.
Eriberto Chará no tenía esposa, ni hijos, ni madre. La mujer del viejo Chará había muerto hacía algunos años, los otros hijos habían formado sus propias familias.
—¿Tenés un pucho? —pregunta Lucio a ver si lo saca al Willy de ese mutismo. No le contesta. Se tantea los bolsillos de la camisa buscando el atado. Encuentra el papel que le dio Lucio junto con la plata que le entregaron al viejo. Lo despliega. Se lo muestra a Lucio. Se olvidaron de hacerlo firmar. Lo aprieta en el puño, hace un bollo y lo arroja por la ventanilla. Saca un cigarrillo, lo enciende y se lo pasa a su compañero.
—¿Querés manejar? —dice Lucio.
El Willy lo mira.
—¿Querés manejar un rato?
—Bueno —dice, repentinamente entusiasmado, como un chico.
Lucio detiene el vehículo, se baja y vuelve a subir del lado del acompañante. El Willy ya tiene las manos sobre el volante.
—Metele pata nomás —dice.

Tiene unas ganas tremendas de llegar a casa.



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